Civilización y Barbarie
Fecha: 29 de julio de 1966; Lugar: Perú 222, Capital; Objetivo: supeditar a las Universidades Nacionales al Ministerio de Educación (intervenirlas para “limpiar esa cueva de bolcheviques”) mediante la “Operación Escarmiento”; Consecuencia: destrucción de la enseñanza superior y de la investigación científica de nuestro país. Fue la Noche de los Bastones Largos, el bárbaro intento de acallar las críticas a los golpes.
Hace ya cuarenta años del “famoso” decreto-ley Nº 16.912 con el cual el gobierno del dictador Juan Carlos Onganía ponía fin a la autonomía universitaria, vigente desde la Reforma Universitaria de 1918, disolviendo el Consejo Superior y nombrando como interventores a los rectores y decanos que aceptaran quedarse.
Muchos, la mayoría, no lo hizo; como tampoco muchos de los profesores que enseñaban en aquellos claustros. La Universidad de Buenos Aires (UBA) fue la más castigada, y de ella, la Facultad que peor la pasó fue la de Ciencias Exactas. Se acababa así con la llamada “Época de Oro” de la Universidad que se había forjado durante once años ininterrumpidos de trabajo y esfuerzo.
La opción del momento para los docentes era quedarse y ser perseguidos, o renunciar en masa; mostrando de esa forma el repudio a la intervención. Fue la segunda opción la elegida por muchos. De esta forma, sólo en la UBA, renunciaron 1378 docentes, el 22,4%. Sin embargo en Exactas ese promedio fue más alto: dejó sus funciones el 77,4% del plantel docente. Además, en Filosofía y Letras lo hizo el 68,7%, y en Arquitectura el 47,7%.
Pero fuera de los fríos números, que indican la magnitud del estrago, lo que queda en evidencia es lo que se quería eliminar: el pensamiento crítico de autoridades, docentes y alumnos de la Universidad.
Pensamiento y criterio críticos, y espíritu de grupo que, en el plano político, llevó un año antes del golpe a organizar marchas contra el posible envío de tropas argentinas a República Dominicana luego de la invasión norteamericana. O el repudio a la cúpula militar, expresado por alumnos adherentes de la izquierda universitaria en ocasión del 51º aniversario de la muerte de Julio A. Roca, lanzando monedas contra los asistentes, desde el primer piso de la Facultad de Ciencias Exactas. Dos hechos que los militares no perdonaron.
Pero lo que no tenía cabida en el corto razonamiento militar es que ese mismo pensamiento crítico es una de las condiciones sine qua non para la investigación científica. Sin ese espíritu de grupo es imposible la conformación de equipos de investigación y desarrollo como los que había en esa época en la Universidad.
Equipos que fueron diezmados y disueltos, salvo algunos que encontraron cabida en países como Chile, Venezuela, Estados Unidos y Europa. Equipos que estaban dando los primeros pasos en áreas como electrónica y microtecnología, ciencias duras y blandas, dentro de los cuales existía un nivel alto en cuanto a formación científica y donde se priorizaba la investigación.
Acabada la democracia en el país, se terminó a los palazos con la democracia universitaria. Democracia y una forma de gobernar la Universidad que llevaron, en ese entonces, a que los alumnos fueran becados para estudiar y especializarse en el exterior, para luego volver y aplicar lo aprendido en los claustros locales.
Presupuesto que permitía que un ayudante de cátedra de primera pudiera vivir con lo que percibía por esa labor. Entusiasmo que predisponía a los mismos estudiantes a dormir en las facultades para controlar durante las noches los pruebas que realizaban.
Es todo esto lo que se perdió para siempre con los bastonazos propinados a esos trescientos alumnos y profesores aquel veintinueve de julio. Porque lo que no logró completar Onganía lo hizo Videla.
Se perdió aquella Universidad meritocrática, en la cual se becara y se recibieran los mejores; se perdió ese espíritu de grupo cimentado en la confianza, tan contraria la quienes pretenden “hacer carrera” sin importarle venderse al mejor postor, o apelando a la obsecuencia con el poder. Se terminó esa Universidad pluralista, que no era tomada como botín del poder partidario de turno, con los consiguientes “premios” para quienes le respondan. Se acabó con esa democracia participativa, para convertirse, actualmente, en una democracia meramente formal, fiel reflejo de nuestro país.Muchos dirán que fueron a muy pocos a quienes le importó esta intervención. Es verdad; como lo es también que hubo muy pocos que lloraron por el derrocamiento del Dr. Arturo Humberto Illia. Pero también es cierto que somos una sociedad muy poco democrática, muy poco apegada al Derecho, y a la cual tampoco le importa mucho la ciencia.
Hace ya cuarenta años del “famoso” decreto-ley Nº 16.912 con el cual el gobierno del dictador Juan Carlos Onganía ponía fin a la autonomía universitaria, vigente desde la Reforma Universitaria de 1918, disolviendo el Consejo Superior y nombrando como interventores a los rectores y decanos que aceptaran quedarse.
Muchos, la mayoría, no lo hizo; como tampoco muchos de los profesores que enseñaban en aquellos claustros. La Universidad de Buenos Aires (UBA) fue la más castigada, y de ella, la Facultad que peor la pasó fue la de Ciencias Exactas. Se acababa así con la llamada “Época de Oro” de la Universidad que se había forjado durante once años ininterrumpidos de trabajo y esfuerzo.
La opción del momento para los docentes era quedarse y ser perseguidos, o renunciar en masa; mostrando de esa forma el repudio a la intervención. Fue la segunda opción la elegida por muchos. De esta forma, sólo en la UBA, renunciaron 1378 docentes, el 22,4%. Sin embargo en Exactas ese promedio fue más alto: dejó sus funciones el 77,4% del plantel docente. Además, en Filosofía y Letras lo hizo el 68,7%, y en Arquitectura el 47,7%.
Pero fuera de los fríos números, que indican la magnitud del estrago, lo que queda en evidencia es lo que se quería eliminar: el pensamiento crítico de autoridades, docentes y alumnos de la Universidad.
Pensamiento y criterio críticos, y espíritu de grupo que, en el plano político, llevó un año antes del golpe a organizar marchas contra el posible envío de tropas argentinas a República Dominicana luego de la invasión norteamericana. O el repudio a la cúpula militar, expresado por alumnos adherentes de la izquierda universitaria en ocasión del 51º aniversario de la muerte de Julio A. Roca, lanzando monedas contra los asistentes, desde el primer piso de la Facultad de Ciencias Exactas. Dos hechos que los militares no perdonaron.
Pero lo que no tenía cabida en el corto razonamiento militar es que ese mismo pensamiento crítico es una de las condiciones sine qua non para la investigación científica. Sin ese espíritu de grupo es imposible la conformación de equipos de investigación y desarrollo como los que había en esa época en la Universidad.
Equipos que fueron diezmados y disueltos, salvo algunos que encontraron cabida en países como Chile, Venezuela, Estados Unidos y Europa. Equipos que estaban dando los primeros pasos en áreas como electrónica y microtecnología, ciencias duras y blandas, dentro de los cuales existía un nivel alto en cuanto a formación científica y donde se priorizaba la investigación.
Acabada la democracia en el país, se terminó a los palazos con la democracia universitaria. Democracia y una forma de gobernar la Universidad que llevaron, en ese entonces, a que los alumnos fueran becados para estudiar y especializarse en el exterior, para luego volver y aplicar lo aprendido en los claustros locales.
Presupuesto que permitía que un ayudante de cátedra de primera pudiera vivir con lo que percibía por esa labor. Entusiasmo que predisponía a los mismos estudiantes a dormir en las facultades para controlar durante las noches los pruebas que realizaban.
Es todo esto lo que se perdió para siempre con los bastonazos propinados a esos trescientos alumnos y profesores aquel veintinueve de julio. Porque lo que no logró completar Onganía lo hizo Videla.
Se perdió aquella Universidad meritocrática, en la cual se becara y se recibieran los mejores; se perdió ese espíritu de grupo cimentado en la confianza, tan contraria la quienes pretenden “hacer carrera” sin importarle venderse al mejor postor, o apelando a la obsecuencia con el poder. Se terminó esa Universidad pluralista, que no era tomada como botín del poder partidario de turno, con los consiguientes “premios” para quienes le respondan. Se acabó con esa democracia participativa, para convertirse, actualmente, en una democracia meramente formal, fiel reflejo de nuestro país.Muchos dirán que fueron a muy pocos a quienes le importó esta intervención. Es verdad; como lo es también que hubo muy pocos que lloraron por el derrocamiento del Dr. Arturo Humberto Illia. Pero también es cierto que somos una sociedad muy poco democrática, muy poco apegada al Derecho, y a la cual tampoco le importa mucho la ciencia.
Datos recopilados de: La Noche de los bastones largos. Sergio Morero. Grupo Editor Latinoamericano
Para la carta que Warren Ambrose, profesor del MIT apaleado en esa misma noche, enviara al NY Times, ver aquí
1 Comments:
Hola Pablo, tarde pero llegué.
Tu nota es muy buena. Nada tiene que envidiarle a la que subí aquella vez a mi blog.
Para variar... a esta hora desmayo.
Ya te linkeo para volver por más.
Un saludo
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